lunes, 26 de marzo de 2012

Y Thomas Edison no inventó la bombilla

Ya estoy en el soportal de casa, como todos los días, dispuesta a salir. Último retoque en el espejo... Y lista. Puedo marchar.
Voy dirección parada del autobús, pero por el camino voy fijándome en tantas cosas que mi cabeza nos las llega a procesar todas.


Me fijo en la blusa de la señora que acaba de pasar por mi lado, en que no me apetece ir pisando las juntas de las baldosas de la acera, en que ese niño iba comiéndose una galleta TostaRica, en el toldo de el balcón de aquella casa que está roto, en el reloj dorado de la joyería, en las pesadas bolsas de la compra de esa señora... Así, hasta una gran infinidad de memeces hasta que por fin llego al autobús.


Le pago al señor conductor el importe exacto del billete. Busco mi asiento, el cual tenga el cristal más limpio y no haya ninguna barrera divisoria que me impida ver el paisaje de campos que tan aborrecido tengo ya.


Mi mente sigue ahí dándole que te pego cuando llegamos después de 25 minutos. Entonces, mi chip cambia. Ahora mis ojos ya no piensan en otra cosa más que en verle, en buscarle.


BesarleabrazarlemorderleachucharlesonreirleAHÍ ESTÁS.


Pero este vuelco al corazón, no me coge de nuevas... Sé me nota en la cara, como siempre, que sólo tengo ganas de quererle.


Aguanto la compostura hasta la hora de cenar, dónde se desatan mis sentimientos sin prejuicios ni tabúes. Y te amo.